El 16 de abril de 2011, la Cofradía tuvo uno de los mayores honores y responsabilidades de su corta pero intensa historia: la organización del Pregón de la Semana Santa de Zaragoza. Ante el reto que supone anunciar la inminente llegada de los días en los que en nuestra ciudad conmemoramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, quisimos contar con alguien que, además de ser uno de los zaragozanos más ilustres de la Zaragoza contemporánea, fuera alguien cercano a nosotros, eligiendo por ello al profesor D. José Antonio Armillas Vicente.
El que fuera Comisario del Bicentenario de los Sitios dedicó su pregón a recordar cómo fue la Semana Santa en nuestra ciudad en 1811, justamente en la primera Semana Santa tras la ocupación francesa y como doscientos años después, «las cofradías zaragozanas, con el esplendor que han sabido imprimir a los desfiles procesionales, anuncian al orbe cristiano que comienza una vez más el Camino de la Cruz que nos conduce al misterio esencial de nuestra religión: la Resurrección de Cristo».
Recordando este histórico momento, recuperamos del baúl cofrade el texto íntegro de su pregón pronunciado en la Plaza del Pilar y las reflexiones que sobre el mismo publicara un año después en la revista de la Junta Coordinadora de Cofradías, “Semana Santa en Zaragoza”.
TEXTO DEL PREGÓN PRONUNCIADO EN LA PLAZA DEL PILAR
Señor Arzobispo, señor Alcalde, Junta Coordinadora de Cofradías, hermandades y cofrades. En el umbral de la Semana Santa zaragozana de este año 2011, quiero iniciar mi reflexión -que no otra cosa quiere ser este pregón- con unos versos desgranados por nuestro Lupercio Leonardo de Argensola en honor de esta urbe que bien podían predecir la tragedia sufrida por sus habitantes ciento setenta y cinco años después, en 1808 y 1809:
Oh dichosa ciudad, devota y pía,
Justa en la paz, justísima en la guerra,
Ejemplo raro de justicia y celo!
Cómo te ha de faltar eterno día,
Si los hijos que nacen en tu tierra,
después suben a ser luces del Cielo
En las Rimas de tan excelsos poetas aragoneses del Siglo de Oro, como fueron los hermanos Leonardo de Argensola, se desgranan imágenes de alta expresión lírica y profundo contenido piadoso que describen el “Relox de la Pasión”, como se conocía en la Baja Edad Media al Vía Crucis o Camino de la Cruz, que es el recorrido que siguen las cofradías penitenciales en la Semana Santa y que en Zaragoza cuenta con peculiaridades que a nadie escapan y que han sido descritas brillantemente por cuantos pregoneros me han antecedido en este ceremonia.
Quiero agradecer a la Cofradía de Jesús de la Humillación, María Santísima de la Amargura, San Felipe y Santiago el Menor, que me haya deparado el alto honor de anunciar que Zaragoza se suma un año más a las celebraciones que toda la Cristiandad hace en conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, cantada por Bartolomé Leonardo con los siguiente versos:
Enigma a donde Amor cifra la historia
De cómo venze a Christo, i como ordena
Que a comer nos lo de una sacra cena,
Efecto superior de la victoria!
En ti de su pasión la gran memoria
Mejor que en los triunfales himnos suena:
De cuya gracia queda el alma llena,
Resguardo fiel de la futura gloria.
Qué convidado habrá, que satisfaga
(aunque le preste méritos el Cielo)
A Caridad, Señor, tan estupenda
Cubierto estáis: mas no os niegue el velo,
Que acá en el tiempo nos dejáis por prenda
Lo que en la eternidad nos dais por paga.
Pero no quiero perder la ocasión de retrotraeros a la Semana Santa zaragozana de hace doscientos años, en una ciudad doliente, cuyos ciudadanos supervivientes querían superar poco a poco los efectos de los cuatro jinetes del Apocalipsis que habían caído sobre Zaragoza en los dos tremendos asedios padecidos más de dos años antes del que hoy hacemos memoria.
La gran vitalidad que habían adquirido las manifestaciones religiosas de las cofradías zaragozanas durante la Semana Santa en la segunda mitad del siglo XVIII, se vería incrementada con nuevas figuras en los pasos procesionales tradicionales, así como con la incorporación de otros nuevos. Todos los actos estarían centrados, fundamentalmente, en la ceremonia del Descendimiento de Cristo de la Cruz y la procesión del Santo Entierro, competencia de la Hermandad de la Sangre de Cristo. Y sería, precisamente, en el año 1800 cuando la Semana Santa zaragozana adquiere su manifestación más moderna. Aquel año, la sucesión de pasos en la tarde del Viernes Santo sería la siguiente: abriendo el desfile, la imagen de la Muerte; después, el Cenáculo, seguido de la Oración en el Huerto, el Prendimiento, Jesús atado a la columna, el Ecce Homo, Jesús con la cruz a cuestas, el Calvario, el Descendimiento de la Cruz y el Sepulcro; cerrando la procesión, las imágenes de San Pedro, San Juan y María Magdalena.
Aquella práctica religiosa de hondo sentido popular se vería trágicamente interrumpida en 1808 al concluir la Pascua de Resurrección con la fiesta el Santo Sepulcro en su monasterio, el 18 de abril de aquel año. A partir de entonces, la trágica sucesión de acontecimientos determinada por la invasión napoleónica de España iniciada a fines de octubre de 1807, representaría un obligado paréntesis que no se cerraría hasta el Viernes Santo de 1814, tras la liberación de Zaragoza el 8 de julio del año anterior.
No podemos dejar de recordar las circunstancias trágicas en las que la mayor parte de las imágenes de la Semana Santa resultarían destruidas como consecuencia de la voladura e incendio del convento de San Francisco, en cuyo solar se alza hoy la Diputación Provincial de Zaragoza. El 10 de febrero de 1809, a las tres de la tarde, una mina subterránea que contenía 1.500 kilogramos de pólvora hizo volar por los aires el convento de San Francisco, causando gran mortandad entre sus defensores y quedando destruidas las imágenes con las que las antiquísimas Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís y la Real Hermandad de la Sangre de Cristo guardaban en aquel templo para las celebraciones piadosas de la Semana Santa: el Encuentro entre Cristo y su madre, camino del Calvario; el descendimiento de la Cruz, el santo entierro y la gloriosa resurrección el domingo de Pascua. Únicamente, siete días después, el Cristo de la Cama, sería salvado por la decisión y arrojo heroicos de María Blánquez, apodada desde entonces “la del Cristo”, quien con la ayuda de tres voluntarios sacaron de las ruinas la venerada imagen bajo una auténtica lluvia de balas, algunas de las cuales impactaron en la imagen. Llevada a la residencia de Palafox, en el palacio arzobispal, éste ordenó que fuese trasladada en procesión hasta el Pilar, para ser depositada en la Santa Capilla, en la que permaneció hasta 1811 cuando fue llevada, primero a la iglesia parroquial de la Santa Cruz, y dos años más tarde, ya con carácter permanente, a la Iglesia de San Cayetano, donde establecería la Hermandad de la Sangre de Cristo su residencia.
Pues bien, de haber habido pregón de la Semana Santa en aquellos tiempos aciagos, hace doscientos años, en una ciudad ocupada por el vencedor, se habría pronunciado el día 14 de marzo de 1811, en la víspera del Domingo de Ramos de aquel año, pero aquel día no se celebró ceremonia alguna que preludiase la inmediata Semana Santa, si exceptuamos el sermón de los Siete Dolores de la Virgen ?devoción antiquísima que se remonta al siglo XIV, debida, al parecer, a Santa Brígida de Suecia? y que se había predicado el día anterior, 13 de marzo, Viernes de Dolores, en la iglesia de San Pablo, aunque sin música ni Miserere, dadas las circunstancias que vivía la ciudad en permanente trasiego de tropas francesas hacia las zonas de lucha.
En el ocaso del invierno de 1811, Zaragoza apenas había comenzado a ser consciente de la tragedia vivida dos años atrás cuando sucumbió heroicamente en medio de una gran mortandad ante la fuerza destructiva y la tecnología bélica de las armas napoleónicas. Los zaragozanos supervivientes ¿no más de 15.000? ya habían enterrado a sus muertos, pero las numerosas ruinas urbanas eran testigo constante de la tragedia pasada que se prolongaba con la ocupación militar de la ciudad y la permanencia de la guerra en Aragón y en toda España.
El 27 de febrero de 1811, Miércoles de Ceniza, fue un día frío y húmedo que se levantaba tras la conclusión de tres días de carnaval significando el pórtico de la Cuaresma. La Zaragoza herida de muerte dos años atrás en los Sitios, comenzaba a restañar superficialmente sus cicatrices con el empeño del general Suchet de restaurar la vida social, en medio de las naturales resistencias no exentas de actitudes colaboracionistas. La imposición de la ceniza y los sermones penitenciales propios de tal día, fueron los actos celebrados en las dos catedrales, y en las parroquiales de San Felipe y San Pablo. Sin embargo, la guerra estaba permanentemente presente no sólo por el movimiento de tropas, sino, sobre todo, por la llegada de carros llenos de soldados franceses heridos y enfermos que habían sido evacuados de las zonas de lucha. Además, las obras de fortalecimiento de baluartes y ampliación de baterías evidenciaban la ofensiva de las fuerzas españolas y avivaba la esperanza de los ciudadanos zaragozanos de que, al fin, fuesen liberados del dominio del ejército ocupante.
El primer domingo de Cuaresma, 3 de marzo, asistió el conde de Suchet a la misa mayor al Pilar con acompañamiento de tropa y música y fue muy comentada y criticada la autorización que había hecho para que se hiciese una representación teatral en el Teatro de Comedias pese a estar en Cuaresma. Y al día siguiente regresó a Zaragoza fray Miguel Suárez de Santander, obispo de Huesca y preconizado arzobispo de Sevilla, tras efectuar una visita pastoral a las parroquias oscenses durante quince días.
El día 7 de marzo, la festividad de Santo Tomás de Aquino, que se celebraba cada año en la iglesia del colegio de las Escuelas Pías, que le estaba dedicada, quedó oscurecida al percatarse los zaragozanos de que todos los efectivos franceses estantes en Zaragoza salían hacia Tortosa con sus generales al frente, quedando en la ciudad una pequeña guarnición, lo que incrementaba las aspiraciones populares de que el curso de la guerra variase y se hiciese posible la liberación de Zaragoza. Y aunque el conde de Suchet regresó unos días después, a nadie escapó el hecho de que el día 19, festividad de San José y onomástica del monarca napoleónida, no hubiera ningún acto oficial como en los precedentes, tan sólo los propiamente religiosos habituales de tal día en el Real Seminario de San Carlos y el sermón de Cuaresma en San Felipe en beneficio del hospital de Nuestra Señora de Gracia.
El curso de la contienda, acercándose a Zaragoza, ausentó a las autoridades militares francesas de su presencia en los actos religiosos dominicales, asistiendo masivamente los zaragozanos a las pláticas cuaresmales de cada domingo y a la festividad de la Anunciación el día 25 en el Pilar, donde se había recogido la imagen de nuestra Señora del Portillo, con ceremonia presidida por el gobernador eclesiástico de Aragón, recogiéndose muchas limosnas para el hospital.
El nacimiento del Rey de Roma, hijo del emperador Napoleón y la emperatriz María Luisa de Austria, cuya noticia llegó ocho días después, el 28 de marzo, determinó la inmediata celebración de un solemne pontifical en el Pilar, seguido de un Te Deum, oficiado por el prelado, acompañado de volteo de campanas y salvas artilleras de 101 cañonazos. El día 30 de marzo, coincidiendo con las misiones anuales que se hacían a propósito de la Cuaresma en el real Seminario de San Carlos, se fijaron carteles en los lugares habituales de la ciudad, convocando a sus habitantes a la celebraciones públicas previstas para el día siguiente, domingo de Pasión, con ocasión del nacimiento del Rey de Roma, título que ya ostentaba el príncipe recién nacido. Consecuentemente, el día 31, en el Pilar se celebró una misa solemne oficiada por el obispo, asistido por el Deán y un canónigo, quienes recibieron en la puerta del templo al conde de Suchet quien llegó a caballo, con uniforme de gala, acompañado de cinco generales de división, doce coroneles y cuanta oficialidad estaba libre de servicio. La plática laudatoria del prelado mereció su inmediata impresión en las prensas oscenses de Mariano Larumbe.
«Estuvieron las calles muy compuestas y adornadas -escribe Casamayor-, salieron los gigantes, cabezudos y demás comparsa, los carros de los horneros y el famoso de San Bartolomé, parejas de máscaras de los sastres y la de los zapateros, a lo morisco, a caballo, que todos estuvieron durante la función en la plaza del Pilar, habiendo habido cañonazos en la misma, restituyéndose Su Excelencia con el mismo séquito a su palacio donde recibió a todas las corporaciones. Por la tarde hubo en la real plaza de toros una divertida función de maroma y además se echó al aire un globo que subió demasiado recto, hubo bailes de pantomima y después se corrieron novillos, todo gratis, y lo propio en el Teatro Cómico. A la noche se quemó un hermoso árbol de fuego en el Coso, al que precedieron muchos voladores y carretillas de cuerda, todo al frente del palacio de Su Excelencia y después el baile general, cuyo pórtico estaba vistosamente compuesto e iluminado, como igualmente las calles y casas de Su Excelencia, del Comisario General de policía, del Intendente, del Jefe del Estado Mayor y algunas otras, a cuyo sarao asistió el Excelentísimo señor obispo, muchas damas y gran concurso de toda la oficialidad, y en el que lució la abundancia y la diversión, cuyas funciones se insertaron a la larga en los papeles públicos». Tales festejos obligaron a suprimir los sermones cuaresmales vespertinos en las dos catedrales y el del Hospital en San Felipe, trasladándose éste al próximo Domingo de Ramos.
La Semana Santa, propiamente dicha, de 1811, se preludiaba, como queda dicho, el viernes de Dolores, cinco de abril, con el tradicional sermón de los siete dolores de la Virgen que se predicaba cada año en la iglesia de San Felipe intimando a la generosidad de las limosnas en beneficio del Santo Hospital, a cuya ceremonia asistían siempre los regidores de la ciudad. A su vez, la devoción eucarística de las “Cuarenta Horas”, cuyo origen se remonta a fines del siglo XII, se celebraba durante tres días en la iglesia de San Pablo con celebrados sermones y gran concurrencia de fieles.
El Domingo de Ramos de 1811 la bendición de las palmas fue la ceremonia con la que se iniciaba en La Seo la liturgia propia de la Semana Santa. El obispo de Huesca, arzobispo preconizado de Sevilla y gobernador eclesiástico de Aragón bajo ocupación francesa, revestido de pontifical, bendijo los ramos de olivo y los repartió al clero, presidiendo el desfile procesional que, acompañado por los canónigos que integraban un mermado cabildo a causa de los pasados asedios, circuló por las naves del templo. A su conclusión, el prelado se retiró al coro mientras el canónigo Antonio Villagrasa oficiaba la Santa Misa con la solemnidad inherente a la festividad, a la que acudió el general Suchet con la oficialidad de la guarnición, aunque con escasa tropa, como consecuencia de la salida de fuerzas, ese mismo día, con destino a las Cinco Villas. Al término de la ceremonia, el prelado bendijo a los presentes y, acompañado por canónigos y racioneros hasta la puerta del templo, despidieron en ella al conde de Suchet, y a toda la comitiva que le había acompañado con las autoridades zaragozanas.
Por la tarde, como refiere Casamayor, se cumplió la orden del Comisario General de Policía de que fuesen retiradas de las columnas de los púlpitos de La Seo las espadas y los sambenitos que recordaban la muerte del primer inquisidor de Aragón el 14 de septiembre de 1485, que se habían colocado por orden real tras la conclusión del proceso contra los conversos encausados y culpados. En San Felipe, aquella misma tarde, el sermón de la Pasión, pronunciado por un capellán del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, reunió a gran cantidad de fieles, cuyas limosnas iban destinadas a las necesidades del hospital que, el curso de la guerra, incrementaba constantemente.
El Lunes Santo no se constata ceremonia alguna, pero al día siguiente, 9 de abril, Martes Santo, se celebró con la solemnidad que permitía la situación, la festividad del Santo Ecce Homo en la iglesia parroquial de San Felipe, profusamente iluminada. El acto central de la ceremonia, de acuerdo con la tradición, fue el sermón de la Corona de Espinas, en aquel año encomendado a la acreditada erudición del predicador José Mayoral. Al contrario que el año anterior, no hubo Miserere cantado que siempre había estado a cargo de la capilla de música de la catedral.
El Miércoles Santo, en medio e un constante movimiento de tropas francesas y abastecimientos de guerra hacia Cataluña y las Cinco Villas, no se registra más ceremonia que el canto de maitines y el Oficio de Tinieblas en La Seo presididos por el obispo fray Miguel Suárez de Santander con toda solemnidad y participación de la capilla de música catedralicia en el canto del Miserere mei. El “oficio de tinieblas” quería representar la profunda soledad de Cristo al asumir su inmediato sacrificio, el cáliz tan amargo que habría de beber en su inmediata Pasión. Con el templo oscurecido, un gran candelabro de quince velas se correspondía con los quince salmos que integraban el Oficio de Tinieblas.
El Jueves Santo, en cambio, ofició el prelado la misa pontifical in Caena Domini, asistido por el Deán y dos canónigos. Consagró los santos óleos para toda la archidiócesis y los obispados de Huesca, Jaca, Barbastro, Teruel y Lérida, dio la Comunión a toda la residencia, trasladó procesionalmente el pan eucarístico al Monumento y concedió cuarenta días de indulgencia a todos los asistentes, proclamados por el Deán desde lo alto del Monumento. Por la tarde, acompañado de todos los curiales siguió la tradicional visita en tan destacado día, conocida como la de las Siete Estaciones ante otros tantos monumentos eucarísticos ?al menos?, acudiendo a los templos de La Seo, el Pilar, San Pablo, San Gil ?donde se había puesto el monumento de San Cayetano?, la Magdalena, San Miguel, San Lorenzo, San Pedro, la Santa Cruz, Santiago, la Enseñanza, el Santo Sepulcro, el Real Seminario de San Carlos, los Escolapios, la capilla del hospital de Convalecientes, San Juan de los Panetes y el convento de las capuchinas (en la actual plaza de Aragón) que acogía a la parroquia de Santa Engracia tras su destrucción en la conclusión del primer Sitio.
A los oficios del Jueves y Viernes Santos no acudió ningún general francés pues el Lunes Santo había salido de Zaragoza, camino de Jaca, el conde de Suchet para llevar a su esposa a Francia por Canfranc, para cuya comodidad -dado su avanzado estado de gestación- se llevó la silla de manos que utilizaban los arzobispos de Zaragoza desde mucho tiempo atrás. Aquel día, 12 de abril de 1811, para las funciones eclesiásticas del Viernes Santo fue llevada a la iglesia de La Santa Cruz la imagen yacente del Santo Cristo de la Cama por la Hermandad de la Sangre de Cristo desde el Pilar donde había permanecido desde su rescate de las ruinas del templo de San Francisco el día 17 de febrero de 1809.
Según describe Casamayor, el prelado, P. Santander, pasó el Viernes Santo a La Seo «en cuyo día ofició el señor Deán, haciendo su ilustrísima la adoración de la Cruz y habiéndose revestido de pontifical fue a sacar al Señor del monumento con una rica capa de terciopelo bordada de oro que tiene esta santa iglesia para solo este día con terno completo y la casulla bordada de perlas finas que vale muchísimo, y restituidos al altar, concluyó la misa el señor Deán con la bendición de su Ilustrísima, a cuyas funciones asistió muchísima gente». Las vacantes capitulares en La Seo exigieron que acudiesen prebendados del Pilar para el mayor esplendor de la ceremonia Por la tarde el obispo regresó a la catedral para asistir al rezo de maitines y al Oficio de Tinieblas. No hubo procesión alguna y en San Pablo se pronunció el sermón de la Soledad, como todos los años. Constata Casamayor que «en estos dos días la tropa francesa no hizo funeralas ni mención alguna de las que la española hace de Semana Santa».
El Sábado Santo de 1811 no recogió más actos religiosos que las misas rezadas que por privilegio de la Santa Sede dijo el Deán en La Seo y el canónigo Manuel de Zuarnavar en la Santa Capilla. Por la tarde, fray Miguel Suárez de Santander asistió a los maitines de Resurrección en La Seo. Aquella misma tarde se reintegró a sus funciones gubernativas y militares el conde de Suchet, siendo cumplimentado por la oficialidad y las autoridades locales.
Concluyó la Semana Santa del año 1811 con la Pascua de Resurrección el domingo, día 14 de abril. La Santa Capilla de Nuestra Señora del Pilar permaneció iluminada todo el día y en la parroquial de la Santa Cruz el Cristo de la Cama estuvo expuesto a la veneración de los fieles zaragozanos. La Hermandad de la Sangre de Cristo dispuso a sus expensas que se dijesen misas a las nueve, diez y once de la mañana. En La Seo hubo solemne pontifical oficiado por el Gobernador eclesiástico de Aragón, pasando claustro con mitra, báculo y demás ornamentos, culminando con la bendición, tras lo que fray Miguel Suárez de Santander se reintegró a su palacio. Entre tanto, la guerra continuaba, como lo evidenciaron las tropas del reino de Nápoles, al servicio del Emperador que aquellos días entraron en Zaragoza para salir a combatir poco después en las Cinco Villas.
Hoy, doscientos años después, las cofradías zaragozanas, con el esplendor que han sabido imprimir a los desfiles procesionales, anuncian al orbe cristiano que comienza una vez más el Camino de la Cruz que nos conduce al misterio esencial de nuestra religión: la Resurrección de Cristo. En esa meditación honda, pausada, subrayada por el ronco sonar de matracas, tambores, bombos y timbales, y el agudo de las trompetas, hacemos nuestros, a modo de epílogo, los piadosos versos de Bartolomé Leonardo de Argensola:
Mientras que el orden natural se admira
Del súbito vigor, que en esta aurora
Contra el Tiempo voraz se corrobora,
I atónita la Muerte se retira:
Crecer en un sepulcro la luz mira,
Que el aire asalta y las tinieblas dora.
I que la antigua luz producidora.
Que otra segunda instauración le inspira.
Oh eterno amor, si al nuevo impulso tuyo
Naturaleza en todo el gran distrito
Risueña, y fuerte aviva el movimiento,
¿Por qué yo no lo busco, o no lo admito?
Yo sólo, estéril al fecundo aliento.
De la común resurrección me excluyo
REFLEXIONES DE UN PREGONERO DE LA SEMANA SANTA ZARAGOZANA
La invitación para hacerme cargo del pregón de la Semana Santa del año 2011, propuesta por la Cofradía de Jesús de la Humillación, María Santísima de la Amargura, San Felipe y Santiago el Menor, encargada por la Junta Coordinadora de Cofradías para organizar el pregón el pasado año, me fue transmitida por Eduardo Sauras, causándome una grata sorpresa seguida de la natural preocupación por la selección del tema que debería desarrollar en mi pregón.
La primera intención fue la de pergeñar un pregón en el que pudiese rememorar la añoranza con que las imágenes de la Semana Santa zaragozana se amontonaban en mi memoria infantil, partiendo de los recuerdos que, como monaguillo de la iglesia parroquial de Santiago el Mayor, disfrutaba de las exiguas vacaciones escolares de Semana Santa en la preparación de ámbitos y actos litúrgicos, en los que la ayuda al sacristán en la instalación del “monumento” ocupaba un lugar principal. Después, la asistencia anual a la magia que la ceremonia del “encuentro” de las imágenes titulares de la Cofradía de Jesús Camino del Calvario y la Hermandad de San Joaquín y de la Virgen de los Dolores, que se encontraban en horas nocturnas, y en el intrincado urbanismo anterior al diseño de la Avenida de César Augusto, el espacio mágico que proporcionaban la calle de San Ildefonso y el arco de su nombre, que todavía hoy identifica el tramo de calle que separa el arco de su inmediata plaza de San Lamberto.
Y mientras en el interior de la iglesia se celebraba la ceremonia y se pronunciaba el sermón del “encuentro” de Jesús con su madre la Virgen, los cofrades que empujaban los pasos se reponían del esfuerzo con un pequeño refrigerio de pastas y moscatel que suavizaba los inmisericordes embates del cierzo y al que éramos invitados los monaguillos por uno de los hermanos cetro –Enrique Forcén, conocido comerciante de la calle de Cerdán, cuyo nombre recuerdo pese a los más de sesenta años transcurridos– y que representaba un deleite añadido y habitualmente prohibido a causa de nuestra poca edad.
Resistí la tendencia a la añoranza y dejando de lado mis habituales asistencias a los desfiles procesionales de la Cofradía del Prendimiento –como alumno de los Escolapios–, la de las Siete Palabras –por mi vinculación con la Acción Católica– y la procesión del Santo Entierro –verdadero espectáculo de masas, único en la Semana Santa de los años cincuenta y sesenta– busqué un tema en el que la historia de la ciudad de Zaragoza enlazase con el ejercicio de hacer memoria de las celebraciones religiosas de la Semana Santa en un momento del pasado.
La conmemoración del Bicentenario de los Sitios de Zaragoza me pareció motivo más que suficiente para retrotraer la atención de los asistentes al pregón a lo ocurrido en la ciudad durante la Semana Santa del año 1811 en una ciudad ocupada por el ejército napoleónico y que en una España asolada por la guerra intentaba sobrevivir tras los tremendos desastres padecidos durante los terribles asedios sufridos dos años atrás.
Por lo demás, la tarde del pregón no pudo ser más emocionante. Sobre la impresionante participación de cofrades y público, recuerdo –desde el estrado de la plaza del Pilar– la bellísima imagen que, al caer la tarde, proporcionaba la luna sobre el templo de la Seo al tiempo que se anunciaba a la cristiandad zaragozana el inicio de la Semana Santa.
© José Antonio Armillas Vicente y Junta Coordinadora de Cofradías, 2011.
Fotografías principal y secundarias: diferentes momentos del desarrollo de la procesión previa y del pregón de la Semana Santa de Zaragoza de 2011 pronunciado en la Plaza del Pilar por el profesor D. José Antonio Armillas Vicente (Jorge Sánchez).